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Dibujar se suma a las muchas contradicciones que se enroscan en mí. A pesar de que es algo con lo que disfruto, apenas le he dedicado unos pocos y diminutos pedazos de mi vida.
A veces repaso esos dibujos con los que emborroné preciosas láminas blancas. Al volver a contemplarlos, la evocación de esa agradable y ególatra sensación, la del iluso que cree haber hecho un buen trabajo, choca frontalmente con el pavor que mis ojos reflejan al proyectar esos garabatos en sus retinas. No en vano, la distancia tiñe la realidad de otro color, distinto éste del que confisca la memoria.
Jugaba a dibujar sueños en el aire, y el aire en gratitud siempre me regalaba una vivaracha brisa. Cuando me siento con fuerzas, le arrebato a mis recuerdos lo que queda de aquellos maltrechos trazos, residuos de una belleza imaginaria que hoy se torna en fea realidad. Una verdad que, a pesar de todo, no consigue sellar delgadas rendijas por las que se cuela ese soplo tan anhelado.
Volveré a enfrentarme a esos bosquejos con una duda. ¿Sabrán deslumbrarme de nuevo o seguirán firmes en su tembloroso pasar del tiempo? Puede que algún día, pese a los surcos del viejo lápiz abandonado, mi mano se declare en rebeldía y proclame al viento como solía ella. Así, quizá, la amarilla melancolía tiña de frescura esos viejos bocetos.